EL ÚLTIMO DE LOS POETAS ERRANTES
Nivardo Córdova Salinas*
Nadie es profeta en su propia tierra. Y esto nuevamente lo confirma el poeta piurano Carlos Bayona Mejía, quien recorre todo el Perú con sus poemas y sus libros.
Desde lo alto de un promontorio de rocas esculpidas por el viento, en el corazón de la ciudadela Pachacutec -en el distrito limeño de Ventanilla- el poeta Carlos Bayona Mejía (Piura, 1967) contempla el mar. Su mirada se pierde en la nostalgia y recuerda su infancia en la caleta paiteña de La Tortuga, donde nació. “Mi padre, Julio Bayona Montenegro era un hombre muy trabajador: salía de pesca o aprendía nuevos oficios, como el de mecánico o albañil. Mi madre, Rosa Mejía Chunga, natural de Catacaos, tenía una pequeña picantería en casa, trabajo con el que nos mantuvo luego del fallecimiento de mi padre”, recuerda.
Aquí en Pachacutec, frente al mar nublado, el poeta viene semanalmente a cuidar su pequeña casa de esteras y madera, producto de una invasión en el arenal, mientras ahorra dinero para construirla. Pero en Lima, Bayona no es un migrante más. Es un poeta que viene del corazón del pueblo y va hacia él como quería César Vallejo. Y en esta metrópoli, que ya bordea los diez millones habitantes, acaba de nacer Gonzalo, su segundo hijo. Mientras el mayor, Julito, estudia la primaria y su diligente esposa Karen es el remedio de su soledad.
“Lima a veces te expectora con violencia. Pero también es una ciudad acogedora que diariamente recibe a todos los que vienen a buscar trabajo”, afirma. Bayona llegó a la otrora Ciudad de los Reyes hace más de quince años y en esta urbe él repite la misma historia experimentada por miles de migrantes: la búsqueda de un sueño. Sin embargo, Piura sigue siendo una presencia constante, que se refleja no sólo en el acento dulce de su voz norteña, sino también en todos sus referentes culturales y vivenciales. “Siempre llevo a mi tierra en el alma”, expresa.
Su infancia transcurrió en Piura, donde tuvo que recuperarse de un accidente que le afecto la pierna derecha, producto de una caída casual. Fue un episodio trágico, que marcaría su existencia hasta hoy. Pero él no se inmuta, y nos dice que la función debe continuar porque sabe que “Hay golpes en la vida, tan fuertes…”.
Sorprende no sólo su resistencia física, a pesar de las dolencias, sino su fortaleza espiritual. El bolso que suele llevar con decenas de libros debe pesar más de treinta kilos, y con él sube a los omnibuses y combis, y recorre no sólo grandes librerías en el centro de Lima, sino también visita a los libreros ambulantes del jirón Amazonas y los de los distritos periféricos –los “conos” limeños” – de Ciudad de Dios, Comas, San Martín de Porres, Los Olivos, Carabayllo, Villa El Salvador, Villa María del Triunfo.
Como escritor, Bayona se ha labrado un camino a puro pulso, sin necesidad de padrinos literarios, sin apoyo de grandes editoriales, sin malabarismos ni artificios. Solamente con su voz. Recuerda que se inició en la poesía cuando era adolescente, y en el colegio solía declamar encima de las carpetas, mientras sus compañeros y profesores pensaban que no estaba totalmente cuerdo.
“El propio director recomendó que, a causa de mis poemas, me hicieran un examen psiquiátrico. Me acuerdo que el médico, después de conversar largo rato conmigo me dijo: tú estás muy bien, sigue escribiendo”, afirma. Desde entonces no dejó de escribir. Al concluir la secundaria ingresó a la Escuela Superior de Bellas Artes Ignacio Merino, donde concluyó sus estudios de dibujo y pintura. Su tesis sobre el pintor Víctor Humareda todavía espera el momento preciso, el paréntesis en la sobrevivencia, el alto en el camino.
Bayona ha logrado consolidar su fe y su aliento poético. En sus inicios, solía recorrer plazas, colegios, universidades y alamedas difundiendo sus “plaquetas” literarias. Así conoció casi todo el Perú, organizando ferias populares de libros “de a un sol”, ofreciendo recitales y escribiendo sus poemas. En uno de ellos precisamente dice: “He de ser siempre caminante / puro caminante hasta en / los codos. / Así, me han de llamar marinero trotamundo / viajero sin motivos. / Luego dirán los que me vieron tejiendo alfombras / en caminos hechos de relámpagos / terco, puro terco…”,
Y pensar que un comentarista se refirió a Bayona en términos despectivos, llamándolo “aquel personaje que reparte papelitos”, a él no importan ese tipo de epítetos, pues su poesía se ha fortalecido, al igual que la de otros extraordinarios poetas piuranos de su generación como José María Gahona, Efraín Rojas, Raúl Saldarriaga o Gabriel Garay, por mencionar sólo algunos casos notables.
La vida, y también la muerte, son los grandes temas de su poesía. Recientemente, Bayona se sintió conmocionado por la trágica muerte del poeta limeño Josemari Recalde. “Lo conocí en la biblioteca de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Era un ser muy especial, sencillo, pero tenía un dolor en el alma. Me dedicó un ejemplar de su poemario El libro del sol y luego quedamos en vernos. Días después, leyendo un periódico, me topé con la noticia de su suicidio”, recuerda, mientras recita el poema “Prolongación del misterio” que ha dedicado a Recalde: “Porque somos árboles milenarios / en nuestras cabelleras manchadas de estaciones / Llegan pájaros agoreros / Arrieros buscando el aire y la sombra. / No importa cuál sembrador, con qué sombrero / Nos tiraron en dúctiles tierras. / ero somos al fin y al cabo árboles fuertes y profundos. / Nos cortan, nos rebanan las coronas. / Nos vuelven estúpidos a veces / podándonos el alma; nos quitan nuestra / fuente de vida.
Como siempre somos resistentes / a las mutilaciones. / Crecen crispados dedos. / La libertad ensayando nuevos vientos. / La tierra alimenta nuestras voces. / Nacen embriones vestidos de alegría firmamento. / Pues en nosotros queda la prolongación del misterio / la luz y nuestras vidas colgándose del tiempo”. Ese mismo poema, también se lo dedica al poeta chiclayano Juan Ramírez Ruiz, fallecido trágicamente el año 2007 en Virú.
Hoy, este mismo mar de Ventanilla, que hace años fue la tumba de los jugadores del Alianza Lima, recibe hoy los ecos del poeta. Los años no han pasado en vano: aprendió que en la vida –y también en la literatura– sólo debe haber lugar para los sentimientos puros. El autor de Poemas nostálgicos (1990), De la sombra a la luz (1991), Poemas sin nombre (1992) o plaquetas con títulos singulares como “Dientes burilados en parques de piedras”, acaba de ser incluido en “21 poetas del siglo XXI + 7” antología poética editada el 2006 por el escritor Manuel Pantigoso. Esta inclusión es un mérito, teniendo en cuenta el silencio de la crítica oficial sobre su obra, aunque paradójicamente decenas de páginas en Internet dan cuenta de su obra literaria. Mientras conversamos de regreso a Lima, después de haber visitado la casa del poeta en Pachacutec, Bayona nos sigue relatando episodios de su infancia. En el puente Zarumilla bajamos del vehículo, y aunque él insiste en cargar su bolsa de libros yo le pido que me permita ayudarlo. Y así llegamos hasta un mercado, donde el poeta directamente me lleva al puesto de pescado. Con ojo experto, escoge las caballas más frescas –estas no vienen de Sechura, lamentablemente-, busca luego limones, rocoto y cebollas, con las que más tarde, en la pensión donde vive provisionalmente junto a su familia, prepara un exquisito cebiche piurano, con el mismo arte con el que escribe sus versos. Yo simplemente lo observo, agradecido y agradecido.
Desde lo alto de un promontorio de rocas esculpidas por el viento, en el corazón de la ciudadela Pachacutec -en el distrito limeño de Ventanilla- el poeta Carlos Bayona Mejía (Piura, 1967) contempla el mar. Su mirada se pierde en la nostalgia y recuerda su infancia en la caleta paiteña de La Tortuga, donde nació. “Mi padre, Julio Bayona Montenegro era un hombre muy trabajador: salía de pesca o aprendía nuevos oficios, como el de mecánico o albañil. Mi madre, Rosa Mejía Chunga, natural de Catacaos, tenía una pequeña picantería en casa, trabajo con el que nos mantuvo luego del fallecimiento de mi padre”, recuerda.
Aquí en Pachacutec, frente al mar nublado, el poeta viene semanalmente a cuidar su pequeña casa de esteras y madera, producto de una invasión en el arenal, mientras ahorra dinero para construirla. Pero en Lima, Bayona no es un migrante más. Es un poeta que viene del corazón del pueblo y va hacia él como quería César Vallejo. Y en esta metrópoli, que ya bordea los diez millones habitantes, acaba de nacer Gonzalo, su segundo hijo. Mientras el mayor, Julito, estudia la primaria y su diligente esposa Karen es el remedio de su soledad.
“Lima a veces te expectora con violencia. Pero también es una ciudad acogedora que diariamente recibe a todos los que vienen a buscar trabajo”, afirma. Bayona llegó a la otrora Ciudad de los Reyes hace más de quince años y en esta urbe él repite la misma historia experimentada por miles de migrantes: la búsqueda de un sueño. Sin embargo, Piura sigue siendo una presencia constante, que se refleja no sólo en el acento dulce de su voz norteña, sino también en todos sus referentes culturales y vivenciales. “Siempre llevo a mi tierra en el alma”, expresa.
Su infancia transcurrió en Piura, donde tuvo que recuperarse de un accidente que le afecto la pierna derecha, producto de una caída casual. Fue un episodio trágico, que marcaría su existencia hasta hoy. Pero él no se inmuta, y nos dice que la función debe continuar porque sabe que “Hay golpes en la vida, tan fuertes…”.
Sorprende no sólo su resistencia física, a pesar de las dolencias, sino su fortaleza espiritual. El bolso que suele llevar con decenas de libros debe pesar más de treinta kilos, y con él sube a los omnibuses y combis, y recorre no sólo grandes librerías en el centro de Lima, sino también visita a los libreros ambulantes del jirón Amazonas y los de los distritos periféricos –los “conos” limeños” – de Ciudad de Dios, Comas, San Martín de Porres, Los Olivos, Carabayllo, Villa El Salvador, Villa María del Triunfo.
Como escritor, Bayona se ha labrado un camino a puro pulso, sin necesidad de padrinos literarios, sin apoyo de grandes editoriales, sin malabarismos ni artificios. Solamente con su voz. Recuerda que se inició en la poesía cuando era adolescente, y en el colegio solía declamar encima de las carpetas, mientras sus compañeros y profesores pensaban que no estaba totalmente cuerdo.
“El propio director recomendó que, a causa de mis poemas, me hicieran un examen psiquiátrico. Me acuerdo que el médico, después de conversar largo rato conmigo me dijo: tú estás muy bien, sigue escribiendo”, afirma. Desde entonces no dejó de escribir. Al concluir la secundaria ingresó a la Escuela Superior de Bellas Artes Ignacio Merino, donde concluyó sus estudios de dibujo y pintura. Su tesis sobre el pintor Víctor Humareda todavía espera el momento preciso, el paréntesis en la sobrevivencia, el alto en el camino.
Bayona ha logrado consolidar su fe y su aliento poético. En sus inicios, solía recorrer plazas, colegios, universidades y alamedas difundiendo sus “plaquetas” literarias. Así conoció casi todo el Perú, organizando ferias populares de libros “de a un sol”, ofreciendo recitales y escribiendo sus poemas. En uno de ellos precisamente dice: “He de ser siempre caminante / puro caminante hasta en / los codos. / Así, me han de llamar marinero trotamundo / viajero sin motivos. / Luego dirán los que me vieron tejiendo alfombras / en caminos hechos de relámpagos / terco, puro terco…”,
Y pensar que un comentarista se refirió a Bayona en términos despectivos, llamándolo “aquel personaje que reparte papelitos”, a él no importan ese tipo de epítetos, pues su poesía se ha fortalecido, al igual que la de otros extraordinarios poetas piuranos de su generación como José María Gahona, Efraín Rojas, Raúl Saldarriaga o Gabriel Garay, por mencionar sólo algunos casos notables.
La vida, y también la muerte, son los grandes temas de su poesía. Recientemente, Bayona se sintió conmocionado por la trágica muerte del poeta limeño Josemari Recalde. “Lo conocí en la biblioteca de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Era un ser muy especial, sencillo, pero tenía un dolor en el alma. Me dedicó un ejemplar de su poemario El libro del sol y luego quedamos en vernos. Días después, leyendo un periódico, me topé con la noticia de su suicidio”, recuerda, mientras recita el poema “Prolongación del misterio” que ha dedicado a Recalde: “Porque somos árboles milenarios / en nuestras cabelleras manchadas de estaciones / Llegan pájaros agoreros / Arrieros buscando el aire y la sombra. / No importa cuál sembrador, con qué sombrero / Nos tiraron en dúctiles tierras. / ero somos al fin y al cabo árboles fuertes y profundos. / Nos cortan, nos rebanan las coronas. / Nos vuelven estúpidos a veces / podándonos el alma; nos quitan nuestra / fuente de vida.
Como siempre somos resistentes / a las mutilaciones. / Crecen crispados dedos. / La libertad ensayando nuevos vientos. / La tierra alimenta nuestras voces. / Nacen embriones vestidos de alegría firmamento. / Pues en nosotros queda la prolongación del misterio / la luz y nuestras vidas colgándose del tiempo”. Ese mismo poema, también se lo dedica al poeta chiclayano Juan Ramírez Ruiz, fallecido trágicamente el año 2007 en Virú.
Hoy, este mismo mar de Ventanilla, que hace años fue la tumba de los jugadores del Alianza Lima, recibe hoy los ecos del poeta. Los años no han pasado en vano: aprendió que en la vida –y también en la literatura– sólo debe haber lugar para los sentimientos puros. El autor de Poemas nostálgicos (1990), De la sombra a la luz (1991), Poemas sin nombre (1992) o plaquetas con títulos singulares como “Dientes burilados en parques de piedras”, acaba de ser incluido en “21 poetas del siglo XXI + 7” antología poética editada el 2006 por el escritor Manuel Pantigoso. Esta inclusión es un mérito, teniendo en cuenta el silencio de la crítica oficial sobre su obra, aunque paradójicamente decenas de páginas en Internet dan cuenta de su obra literaria. Mientras conversamos de regreso a Lima, después de haber visitado la casa del poeta en Pachacutec, Bayona nos sigue relatando episodios de su infancia. En el puente Zarumilla bajamos del vehículo, y aunque él insiste en cargar su bolsa de libros yo le pido que me permita ayudarlo. Y así llegamos hasta un mercado, donde el poeta directamente me lleva al puesto de pescado. Con ojo experto, escoge las caballas más frescas –estas no vienen de Sechura, lamentablemente-, busca luego limones, rocoto y cebollas, con las que más tarde, en la pensión donde vive provisionalmente junto a su familia, prepara un exquisito cebiche piurano, con el mismo arte con el que escribe sus versos. Yo simplemente lo observo, agradecido y agradecido.
*Periodista
nivardo.cordova@gmail.com
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